La guerrera bailarina

Cien años del nacimiento de Fermina “Marta” Gularte Bautista.

Marta Gularte en 1988 / Foto: Marcelo Isarrualde

Juana de Ibarbourou visitaba seguido el orfanato. Fue en una de esas visitas que Fermina, todavía niña, la conoció. Una maestra que le mostraba el lugar a la escritora la señaló y dijo: “Esta negrita sabe escribir versos”. Después, de más grande, Fermina contaría el diálogo que recordaba haber tenido con Juana: “La poetisa preguntó: ‘¿Cómo se llama la niña?’. Y yo le dije mi nombre. Tanto así que Juana me puso una mano, me abrazó y me trajo más con ella, y dejó a la maestra aislada. Como no le gustó la manera de proceder y expresarse de la maestra, me dijo: ‘¿Así que vas a ser poetisa, como yo?’. Y yo le dije: ‘No, yo quiero ser bailarina’”.

LA NIÑA FUERTE. Quería ser bailarina, pero el encuentro con Juana le dio intriga por las letras. Su padre era brasileño y se llamaba Benigno Gularte; murió en 1919, dos meses antes del nacimiento de la niña. A los 2 años de edad Fermina perdió a su mamá, Custodia Bautista, fallecida a causa de la tristeza y el hambre. Fue la menor de seis hermanos, repartidos por la vida de aquel tiempo.

Fermina nació en el campo, en Paso de los Novillos, en el departamento de Tacua-rembó. Con 2 años cantaba en portugués, se ponía las manos en la cintura y hacía pasos de baile. La bautizaron en la catedral de Montevideo y le dieron una madrina; esa madrina y su familia le mostraron, a golpes, la vida y el trabajo infantil de la servidumbre. Fermina revolvía los baúles y los roperos en busca de abanicos, olores antiguos, cuentas de colores y posibles disfraces. Era una niña muy traviesa. En los banquetes escondía comida para las mujeres negras que trabajaban en la casa, y durante las fiestas la mandaban a un cuarto, junto con las otras, para disimular la esclavitud, aún existente en 1925. La niña era indomable, así que a los 5 años la llevaron, de nuevo, al asilo.

Se crió en la manzana de las calles Jackson, San Salvador, Eduardo Acevedo y Gonzalo Ramírez, en el asilo de Huérfanos y Expósitos Dámaso Antonio Larrañaga de Montevideo. Hacia 1930, se escuchaban por allí, en el barrio Palermo, los tambores del conventillo La Facala. Era un momento importante en la historia del candombe: los Esclavos de Nyanza eran los ganadores por cuarta vez del concurso oficial de carnaval. La niña se escapaba para escuchar los tambores y bailar, y llamaba la atención por su movimiento y su carisma. Se maquillaba los ojos con el blanco de las paredes de cal y con pétalos de rosas se coloreaba los labios. Las monjas le decían: “Parecés una gata en la ceniza”, y la niña se ponía triste. Pero sus amigas la animaron diciéndole que estaba bonita, y el juego siguió. Por eso, hasta sus últimos días, se pintaba como una guerrera.

Luego de vivir en el asilo fue trasladada al colegio de las hermanas vicentinas. Muchas veces no la dejaban entrar al salón y perpetuaban el prejuicio de “la negrita burra”. Pero Fermina era persistente y no se perdía de mirar las clases de danza por la ventana. Un día, una alumna rusa que tenía un protagónico se atacó de un dolor de muelas. Fermina sabía la danza, podía bailarla. Las monjas se preocuparon porque no podía ir vestida de rusa, “porque negras en Rusia no hay”. Entonces la niña les dijo: “Una enagua de las chicas que bailan el pericón me sirve de pollera. Usté me pone una blusa blanca y yo estoy vestida de gitana. Un pañuelo atado acá, así…”, y bailó con la pandereta.

Por ese primer baile, Fermina recibió besos, aplausos y la posibilidad de entrar a las clases. Sabía que las batallas eran cotidianas y que las ganan quienes quieren ganarlas; era una guerrera y su arma era la danza. Pero fue muy castigada por querer ser una bailarina distinta: tenía que escaparse de los jueces de menores.

A los 14 años se fugó del colegio, se fue a Tacuarembó y con el vestido de una tía ganó el concurso de carnaval del departamento. Ya adolescente, admiraba a Joséphine Baker, que era de las mujeres más famosas en los años cuarenta, una cantante y bailarina que atraía los ojos de mundo. Baker, de origen estadounidense, era muy pobre, pero brillaba en París. Esa mujer que vivió entre plumas, espejos, brillo, maquillaje, artistas y cabaret fue su inspiración.

Fermina (de Jorginho Gularte, para su madre)

en la habitación frente a un espejo
entre fantasía y maquillaje
pinta la mujer su tez morena
un niño se duerme con su imagen
le dice al sereno de la noche
que si llora el niño que lo calme
sales bailarina y tu tapado
tienes mucho miedo y nadie al lado
una calle angosta iluminada
muchos cabarets, miradas raras
una prostituta le reprocha
a su gigoló verlo con otra
dos negritos muy desabrigados
roban los zapatos de un mamado
en la esquina ves mucho alboroto
dos travestis pegándole a otro
un hombre se pone muy pesado
cruzas bailarina al otro lado
en tu mente piensas falta poco
ojalá no me siga ese loco
y en el camarín tras bambalinas
lloras tu soledad bailarina
y antes de subir al escenario
sabes qué difícil
es la vida fácil

LA REINA AFRICANA. La Negra Johnson fue una bailarina que llegó a Uruguay con un ballet de Venezuela. Se llamaba Gloria Pérez Bravo. Se enamoró de un coronel en Uruguay y se quedó para siempre. Fue una figura muy importante en carnaval y una referencia para la oleada de bailarinas que vinieron después de los años cincuenta.

En el centro de Montevideo, la noche no conocía a Fermina, sino a Marta Gularte: una coreógrafa formada en charleston y zapateo americano, muy curiosa de las danzas de origen africano, pero, sobre todo, siempre cerca del candombe. Proyectando rasgos de Joséphine Baker y sumando, además, percepciones del legado artístico que dejó la Negra Johnson, Marta empezó a armar la figura que sería su mayor creación: la bailarina delante de los tambores.

Se hizo amiga de Carlos “Pirulo” Albin, uno de los hombres más influyentes en la historia de la danza del Uruguay, que era, además, un destacado diseñador de vestuarios vinculado al mundo de las comparsas. El camino había sido largo, pero en 1949 Marta Gularte salió delante de los tambores y ya nada fue igual. La reina africana se manifestó en tierra oriental: caminando como ninguna, dando pasos inesperados, se abrió paso en la historia del carnaval y el candombe.

Comenzó en Añoranzas Negras, que tenía como director al Macho Lungo. Ya el primer día le agregó calzado, plumas y brillo a una sociedad conservadora y gris, que la observó y la juzgó con prejuicio, pero sin poder resistirse a su encanto. Se hizo amiga de la noche, del bullicio, del whisky: la acompañaron durante toda la vida.

EL TRABAJO. Marta llevó la danza de candombe a los teatros y los cabarets de Buenos Aires. Hizo giras en Argentina, Brasil y Chile. Participó en circos como bailarina de varieté. Vivió en Rio de Janeiro y Porto Alegre –donde gestó a sus dos hijos–, y trabajó y trabajó, siempre vinculada a la danza y la noche. Para una madre soltera, negra y uruguaya, la vida en Brasil no era nada fácil. Decidió regresar a Montevideo y formar parte de la comparsa Morenada. Al poco tiempo, ya estaba instalada nuevamente en la peatonal Curuguaty, del Barrio Sur.

Fue una de las artistas más reconocidas en el Chanteclair montevideano. También compartió el amor por el tango con Carlos Gardel: ambos nacieron en Tacuarembó, vivieron en el asilo Larrañaga y habitaron la calle Curuguaty, en distintos tiempos. La conexión con esa vida de arrabal la convirtió en tanguera. Organizó milongas, muchas veces con otro amante del tango, el genial clarinetista Santiago Luz. Incluso fue compositora del género, aunque nunca se haya difundido mucho esa faceta de su carrera. Sobre Troilo, decía que había querido con ella “algo más que danza”, igual que otros varios personajes de la noche tanguera.

LA COMPARSA ES REALIDAD Y LA VIDA ES FANTASÍA. Su casa fue un centro cultural: la puerta estaba habitualmente abierta. Marta bajaba las escaleras con sus característicos zapatos altos y siempre había gente y música. Fue una mujer solidaria. Testigo del desarraigo que estaban sufriendo los barrios Sur y Palermo, se manifestó públicamente sobre lo que estaba pasando en Cuareim 1080, donde la dictadura derrumbaba espacios y generaba diversos mecanismos para desarticular el carácter cultural y comunal. Dijo, claramente, que las acciones de los militares eran un efecto de la violencia racial injustificada. Incluso sintió la necesidad de dejar su testimonio escrito, para que nunca se olvidara lo que vivió en ese cruel momento del desalojo, el 3 de diciembre de 1973.

El desalojo (Según Marta Gularte)

“Ese día no jugaron los niños del conventillo. Estaba triste Cuareim y hasta el ambiente más frío. Los niños preguntaban: ‘Mamita, ¿adónde nos llevarán?’. Madres y abuelas lloraban, no se podían conformar. Las vecinas, como siempre, cuchicheaban: si los morenos se van, el conventillo se muere. Y Cuareim se desmoronó. Las familias se fueron, deambulando por el mundo, por el maldito dinero. Fueron manos malvadas que derrumbaron mi alero. Olvidaron que, en Cuareim, blancos y negros crecieron. Desalojaron familias y se murieron abuelos. Tanto apuro, ¿para qué? Si hoy Cuareim es un terreno. Desalojaron y demolieron Ansina. Todo quedó en la nada. La cuna del niño negro que tanto necesitaba. Siempre fue Ansina y Cuareim el gran orgullo del negro, que en las noches de Llamada hacían bailar al pueblo.”

LEGADO. Marta dio a luz a dos artistas: Katy y Jorginho Gularte, que no por casualidad llevan el apellido de su madre. Katy fue una bailarina con mucha formación; desde que era muy joven, con su madre y su hermano apostaba a un formato de comparsa distinto y armaron lo que fue la comparsa Tanganika, en 1982, con la voz increíble de Tita Arregui. Katy se instaló en Barcelona por amor y recientemente visitó Uruguay para homenajear los 100 años de Marta. Hija de una madre exigente y rígida en materia educativa, Katy también fue una bailarina destacada en la historia de las danzarinas de candombe. Al igual que su madre, dejaba mudo al público cuando bailaba, y siempre, al finalizar su danza, detenía el aliento de los espectadores y hacía estallar los aplausos.

Katy recuerda, en sus relatos, que Marta siempre le recordaba el vínculo del candombe con la música de origen senegalés y le confesaba que parte de su ser latía en África. Le decía que había nacido para bailar y que sus abuelos habían venido desde Senegal en situación de esclavitud. La niña escuchaba a su madre afirmar, en referencia a su arte: “Llevo toda África encima”. Marta era consciente de la forma en que la gente negra habitaba los territorios de Uruguay. Se burlaba del relato hegemónico diciendo: “Nos fueron a buscar a los negros, nos trajeron para acá. ¡Aguanten ahora! Vinimos con el tamborcito abajo del brazo. Hicimos las comparsas, y el candombe se multiplicó como el pan en todo el país, hasta ser patrimonio inmaterial de la humanidad”.

Jorginho, su “varoncito”, fue uno de los compositores uruguayos más grandes en materia de candombe y candombe jazz. Investigó mucho y nos brindó un relato de la ciudad, quizás como nadie más lo ha hecho. Su manera de vivir fue tan desafiante como la de su mamá. Escribió varias de las mejores referencias del candombe de los noventa; “Fermina”, “Desa-lojo”, “Tambor tambora”, “Qué bien”, “De solo quedar” son ejemplos de las fotografías musicales que lograba de Montevideo y su cultura. Es importante señalar su manera de habitar la música; esa musicalidad comprometida con el tambor, esa forma de proyectar la cadencia del candombe con el jazz que se unía a la resonancia brasileña y se condensaba en una estética única. Jorginho fue agredido el 6 de mayo de 2002 en un casamiento en el bar W Lounge. El ataque lo dejó en coma durante mucho tiempo. Su madre, Biblia en mano en el hospital Maciel, rezaba para su pronta recuperación.

Hoy en día, el legado de los Gularte sigue proyectándose en Florencia (nieta de Marta), su familia y su danza. Su nieto Damián, por su parte, es músico popular: tiene grabados varios discos y justo este año, cuando se cumplen 100 años del nacimiento de su abuela, está presentando uno nuevo, Paraíso transgresor.

Marta murió el 12 de agosto de 2002. Jorginho estaba en coma desde hacía tres meses y ella sentía el dolor más grande de su vida. Pero, como toda madre, prefería irse antes que su hijo. La fe la acompañó siempre, aunque sus pactos con Dios quedaron en secreto.

LAS BRUJAS QUE NO PUDIERON QUEMAR. En el Mercado del Puerto son muchas las historias contadas por murguistas, políticos, mujeres y transeúntes en las que se describen encuentros con Marta. Les daba los consejos que no había aplicado a su propia vida. Pero su experiencia le brindaba una autoridad natural, y se atrevía a todo.

Ayudaba a muchas mujeres. Una de ellas fue Rosa Luna, esa bailarina más joven y voluptuosa a la que veía como compañera de lucha. Una parte de la prensa de aquellos años estableció el relato de que Marta Gularte y Rosa Luna eran rivales, pero eso nunca fue cierto. Ambas fueron parte de la misma historia de arte y resistencia; entre ellas, el respeto y la admiración estuvieron siempre presentes.

Hoy hay un gran debate sobre la figura de la vedette en la comparsa de candombe, pero nadie puede dudar de que estas mujeres desarrollaron un proceso que transformó el devenir histórico de Uruguay, un país cuya cultura popular nació entre prostíbulos y cantinas, en las calles de los barrios. En el imaginario colectivo mundial, la vedette fue una incorporación francesa; una figura a partir de la cual las mujeres hicieron su revolución de poca ropa y habilitaron nuevas libertades. Pero en Uruguay, esa primera emancipación sucedió en el candombe. Desde ese punto de vista, es necesario pensar a Marta Gularte y a Rosa Luna como parte de lo que hoy llamamos feminismo, porque enfrentaban a un patriarcado que también tapaba los cuerpos, avergonzaba la expresión femenina, juzgaba la identidad no hegemónica.

ESCRITURA. Marta dejó el relato de su vida en dos libros: Con el alma y el corazón y El barquero del río Jordán. Allí, su autobiografía y su poesía se encuentran impregnadas por su forma de entender la Biblia. Su proceso de vida deja una huella en el lector, porque relata situaciones de racismo desde una mirada personal, vivencial. Por otra parte, emana de cada palabra la fuerza de una mujer que se sobrepuso a la adversidad y no se avergonzó nunca de contar sus errores y sus arrepentimientos.

El encuentro con Juana de Ibarbourou, que seguro fue un antes y un después en su vida, derivó hacia el desarrollo de una escritura apasionada: la de una mujer que sólo con tercer año de escuela tuvo que salir al mundo. Escribió mucho y con una profundidad reveladora.

Cuando Juana murió, en la agonía de los años ochenta, Marta la despidió con sus mejores galas y le dedicó un poema.

La Juana negra (De Marta Gularte para Juana de América)

con vestido de azucenas
ante Dios tú llegarás
y ángeles con arpas doradas
tus versos entonarán
porque tú le cantaste a la vida
tú le cantaste al amor
te perdiste entre las nubes
en alas de una canción

LA JUSTICIA DEL RECUERDO. Hoy, una escuela lleva su nombre en Tacuarembó, en su pueblo natal. La escuela número 22 de Paso de los Novillos es uno de los mejores homenajes que se le pudieron haber hecho a una mujer como ella, tan inspiradora para las nuevas generaciones. En 2007 se le dedicó un día del patrimonio junto con las queridas Rosa Luna y Lágrima Ríos, triple símbolo de la resistencia de la cultura afrouruguaya. Este año, 2019, las Llamadas fueron dedicadas al gran Juan Ángel Silva y a Marta Gularte. A esas celebraciones se suma la edición del sello del correo que homenajea a Juan Ángel, a Marta y a Carlos “Pirulo” Albin. Estos gestos significan un gran avance en materia de reconocer a personas bastante invisibilizadas en el relato oficial.

Marta estaría orgullosa de la ley 18.059, la ley nacional del candombe, la cultura afrouruguaya y la equidad racial, y de la 19.122, la ley de acciones afirmativas para la población afrouruguaya porque intentan revertir las ine-quidades que ella relató desde niña e inician procesos que cambian la vida de muchas personas. El 18 de julio hubiera cumplido 100 años, y en las diversas notas de prensa se hace alusión a “la diosa”, pero lo que resulta más interpelante e interesante es atender a la mujer de carne y hueso, la feminista, antirracista y enamorada de la vida. Solía decir: “Creo que si me tocan el tambor y estoy muriendo, viajo para el África”. Me gusta imaginar que así fue, que se fue para allá y viene en febrero, que se pone sus plumas de faisán y baila con frenesí cuando las comparsas avanzan por Isla de Flores. En su cumpleaños prepara feijoada y la comparte entre apóstoles y pecadores, como lo hacía aquí, en la Tierra, regando el momento con su típica copita y brindando a la salud de su pueblo amado.

Marta Gularte le bailó a la vida con sus pasos hacia adelante y hacia atrás. Le bailó a una forma de vivir intensa, fuerte, orgullosa, como pocas en su época, de ser negra, de ser mujer, de venir de lo más pobre en afectos y hacerse de mucho amor de familia y pueblo. La bailarina guerrera siempre supo que “difícil es la vida fácil” para quien busca ser feliz cada día.

  1. Historias de vida: Negros en el Uruguay, compiladas por Teresa Porzecanski y Beatriz Santos. Eppal, Montevideo, 1994, pág 27.

Escrito por Leticia Rodríguez Taborda para Brecha

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